Ramón Martínez: No necesitamos la Gestación Subrogada

Me preocupa que nuestro discurso activista se convierta en un discurso que excluye las voces discrepantes del discurso subrófilo.

He dudado mucho antes de decidirme a escribir esta columna. Sucede que la cuestión de la gestación subrogada genera siempre debates encarnizados, en los que sus defensores no dudan en emplear toda la artillería de que creen disponer. Recurren a ejemplos puntuales de familias felices con hijos obtenidos mediante esta práctica obviando los múltiples casos en los que el proceso conlleva graves problemas. Sin ir más lejos la primera mujer que se sometió a esta mal llamada técnica de reproducción, Elisabeth Kane, es hoy una firme defensora de la Coalición Nacional contra la Gestación Subrogada en los Estados Unidos. En otras ocasiones he observado cómo los defensores de este método de obtención de descendencia atacan sin piedad a cualquiera que, aun con firmes argumentos, cuestione la ética de este procedimiento, llegando incluso a condenar en notas de prensa el simple hecho de compartir una columna de opinión que se opone a sus demandas. Siendo así las cosas me acerco con sigilo a este tema que se ha colado innecesariamente en el discurso activista en defensa de los derechos de lesbianas, gais, bisexuales y transexuales, siguiendo el consejo de Heinrich Hössli, el primer activista del que tenemos noticia: «habla o sé juzgado». Creo pertinente volver a hablar sobre este asunto, porque no quiero que mi silencio se interprete como un apoyo a una demanda que no comparto: no necesitamos la gestación subrogada.

La llamo así porque he apreciado que denominarla como suele conocerse, «vientre de alquiler», desencadena furibundos ataques por parte de quienes la reivindican, y prefiero ahorrarme ese mal trago, aunque sé que por el mero hecho de manifestar una opinión contraria pasaré meses siendo asediado. Yo suelo emplear «vientre de alquiler» porque creo que cualquiera otra denominación supone un principio aceptación a través del eufemismo de una práctica que, digan lo que digan, cercena gravemente los derechos de las mujeres. Gestación subrogada, vientre de alquiler, o incluso, en oposición al eufemismo, podríamos llegar a llamarla cacofónica pero quizá más precisamente «reproducción mediante vientre esclavo»; sea como fuere, sin olvidar lo importante que es la denominación para la construcción de un estado de pensamiento sobre una cuestión particular, insisto: no nos hace ninguna falta y, aún más, defender la gestación subrogada es contraproducente para la reivindicación de los Derechos Humanos, porque perpetúa la idea de que determinadas personas tienen «derecho» a exigir determinadas cosas de otras, lo que acaba convirtiéndose en que también puedan arrogarse la autoridad para condenar a quienes no compartan sus planteamientos, camino que termina en la condena a formas de vida discrepantes. Así, la defensa de la gestación subrogada puede ser un camino para la creación de nuevas formas de homofobia, si no lo está siendo ya.

Desde la aprobación del Matrimonio Igualitario el movimiento en defensa de los derechos de las personas no heterosexuales ha sufrido una clara desmovilización. No es extraño: sucedió también tras la derogación de la Ley de Peligrosidad Social, cuando los Frentes de Liberación perdieron fuerzas y las lesbianas pasaron en masa a reivindicar sus derechos como mujeres dentro del movimiento feminista. Esa importante ausencia a lo largo de las dos últimas décadas puede que haya propiciado que hoy nos encontremos con que, desde el movimiento LGTB, la perspectiva de género es difícil de defender. Y me refiero a una perspectiva de género, a un análisis feminista, de gran calado, porque incluso desde las posiciones de quienes defienden su derecho a obtener tanto a cambio de una cuantía económica nada despreciable como sin que medie precio -recurriendo a una actualización ad hoc de la mística de la feminidad– el supuesto «libre consentimiento» de una mujer para someterse a sus deseos se afirma que este proceder es «feminista». Extraño tiempo éste en que las etiquetas son tan gratuitas y cualquiera puede condecorarse con ellas; extraño tiempo éste en que dentro del feminismo conviven tantos discursos, a veces encontrados frontalmente, que incluso se acepta como feminista la defensa de posicionamientos contrarios a los derechos de las mujeres, como es sólo reivindicar su «derecho a decidir» cuando lo que deciden es, precisamente, lo que el Patriarcado ha querido siempre que decidan: ser putas o parir hijos. Desde mi pensamiento, de varón al fin y al cabo, no dejo de plantearme si detrás de algunos discursos supuestamente feministas no se esconde, en realidad, una revancha patriarcal, un lobo vestido de cordera compañera de lucha, que luego llega a afirmar que «el aborto no tiene potencial de transformación política» y pone en valor la tan contestada crianza con apego.

Decía que la aprobación del Matrimonio Igualitario ha desmovilizado el movimiento LGTB, y vuelvo sobre ello para destacar un gran problema que conlleva. El sueño de la reivindicación produce monstruos y la búsqueda de nuevos objetivos, de cómo alcanzar la Igualdad Real tras conseguir la Igualdad Legal, ha provocado que situaciones concretas se pretendan convertir en grandes demandas sociales. Miren ustedes: yo no he trabajado tanto durante tantos años para ser libre para luego encerrarme en un modelo vital que reproduce punto por punto el que me estaba destinado de haber sido heterosexual. Yo soy gay y, tras salir del armario y tratar de que nadie me parta la boca por la calle si me atrevo a mostrarme excesivamente gay en público, no quiero un modelo de vida heterosexual consistente en Matrimonio Igualitario y reproducción biológica, mediante una mujer a la que pagaré, o explicaré cuán hermoso será su gesto si lo hace gratis, para que acepte «libremente» cederme el fruto de su vientre. Mi reivindicación vital va mucho más allá: pretendo organizar mi vida a mi antojo, utilizar la figura del matrimonio sólo si me conviene y, por supuesto, si en algún momento siento la necesidad de criar a una persona, comprendo que no es en absoluto relevante que esa personita comparta mis genes. Así, reivindico una mejora de las leyes sobre acogida y adopción, y una reforma de gran calado en la filiación que posibilite la coparentalidad: que más de dos personas puedan figurar como tutores de un menor si así lo deciden, y sin que nadie tenga que ceder derechos ante nadie. No considero ético de ningún modo poner por debajo de mis posibles deseos de crianza los derechos de la mujer a decidir sobre su cuerpo. Porque aunque en el paraíso ficticio de los defensores de la gestación subrogada sólo se observe la libertad de uno sólo de los árboles, detrás hay todo un bosque cuya libertad se ve seriamente comprometida: la supuesta decisión libre de una mujer -de una mujer muy determinada: occidental y de clase media-, exista o no precio a cambio de sus «servicios», pone en serio riesgo los derechos de otras mujeres -también determinadas: no occidentales y de clase muy baja-, porque abre un mercado -incluso cuando no hay «compensación económica», sí- que se está haciendo transnacional y para cuyo sostenimiento debe recurrirse no sólo a libertades puntuales, sino también a subyugar a algunas mujeres a procedimientos que se acercan peligrosamente a la trata de personas, como recientemente ha señalado en un maravilloso artículo de imprescindible lectura María José Guerra Palmero.

Me preocupa sinceramente que en estos palos de ciego que da el activismo LGTB español en busca de nuevos objetivos erremos el tiro y acabemos defendiendo a capa y espada reivindicaciones que ni son nuestras -sólo el 20%, y tirando por lo alto, de los procedimientos de gestación subrogada se llevan a cabo por personas no heterosexuales-, ni son estratégicamente inteligentes, porque no hacen sino incorporar a la cultura heterosexual a una serie de personas que habíamos conseguido escapar de su yugo. Me preocupa también que algunas entidades moribundas tras largos años de subvenciones mal gestionadas y con un discurso agotado acaben decidiendo -como ya han hecho- reivindicar sólo cuestiones concretas, ofreciendo soluciones inadecuadas, en lugar de demandar cambios sociales de verdadero calado -recordemos que 2016 es el año con más agresiones homófobas de la historia, y aún estamos en febrero-, haciéndole el trabajo al conservadurismo en cuanto a los modelos familiares, y creyendo que es un gran avance volver a ceder una vez más ante los planteamientos de la derecha decorando con nuestra bandera sus políticas homófobas vestidas de tolerancia.

Me preocupa por último que, aunque siempre dé tanto miedo decirlo, el discurso de la dominación se difunda con el consentimiento y la participación de las propias personas dominadas; que nosotros y nosotras mismas, activistas en mayor o menor medida, trabajemos activamente por «conseguir derechos» que no suponen sino establecer nuevas formas de homofobia, condenando al ostracismo a quienes no acepten subyugarse a un modelo de familia preciso y precisamente heterosexual, recurriendo a argumentarios extravagantes que llegan desde comparar el supuesto acoso que reciben las familias por gestación subrogada con el acoso escolar,como hacía hace unos días Pedro Fuentes, hasta perseguir cualquier discrepancia en el discurso público, respondiendo a una demanda de la plataforma feminista No somos vasijas contraria a la gestación subrogada, con cuestionamientos infundados de todo tipo y ataques personales desproporcionados; pasando por una victimización desde su posición dominante que recuerda a los lamentos de la jerarquía católica cuando se queja de la persecución que sufre el cristianismo hegemónico por parte del Feminismo, que trata desde su posición desfavorecida de cuestionar los privilegios que disfrutan unos pocos, los de siempre, que para tratar de mantenerlos fingen sentirse atacados cuando se ponen en tela de juicio las prebendas que les garantiza el patriarcado. Me preocupa que, sin darnos cuenta, nuestro discurso activista se convierta en un discurso que excluye las voces discrepantes del discurso subrófilo, ya convertido en hegemónico, y que tacha de malos activistas y malas feministas a quienes se aparten de la verdad única que viene imponiéndose como una tortura china a través de un goteo incesante de noticias y reportajes que presentan sólo la cara amable de procedimientos que garantizan deseos de unos cuantos, comprometen los derechos de todas, y aseguran la perpetuación de un sistema social biologicista y patriarcal que trata ahora de que nuestras censuras y ejecuciones públicas vengan de nuestra propia mano. El último triunfo de la intolerancia puede ser que de nuevo nosotros y nosotras mismas nos encarguemos de autocensurarnos y autoexcluirnos. El último triunfo de la intolerancia puede ser esta naciente Inquisición subrogada.