Octavio Salazar: «UNA MIRADA FEMINISTA SOBRE LA GESTACIÓN POR SUSTITUCIÓN»

La denominada por nuestro Tribunal Supremo “gestación por sustitución” se ha convertido en los últimos meses en una de las cuestiones más debatidas en medios de comunicación y muy especialmente en las redes sociales. No cabe duda de que las múltiples implicaciones éticas, políticas y jurídicas que conlleva la convierten en uno de esos temas en los que resulta complicado equilibrar las convicciones personales con las exigencias garantistas propias de un Estado de Derecho.  En buena parte de las propuestas, muy en particular en las que se han realizado por la Asociación Española por la Gestación Subrogada que han llegado a traducirse incluso en una propuesta legislativa que ha sido acogida de buen agrado por algún partido como Ciudadanos, se hace invisible o, como mínimo se devalúa, el impacto de género que tiene dicha práctica. Es decir, y como suele ser lamentablemente tan habitual en nuestras sociedades solo “formalmente iguales”, parecen no entrar en consideración los efectos que una determinada práctica y su correspondiente regulación tienen no solo en los derechos de las mujeres sino también en las relaciones jerárquicas que entre nosotros y ellas sigue amparando el sistema sexo/género. Teniendo en cuenta estas consideraciones, parece evidente que el feminismo, en cuanto propuesta ética, tiene mucho que decir en un debate en el que finalmente lo que se está cuestionando es la lógica neoliberal y sus consecuencias en la concepción de la autonomía individual.  Es decir, el contrato por el que se conviene la gestación a cargo de una mujer “que renuncia a la filiación materna a favor del contratante o por un tercero”, que  es considerado nulo de pleno derecho en la Ley 14/2006 sobre técnicas de reproducción asistida y al que el Parlamento Europeo consideró en diciembre del pasado año como  contrario a “la dignidad de la mujer, cuyo cuerpo y función reproductiva son utilizadas como mercancías”, nos sitúa frente al evidente conflicto entre una bioética de corte neoliberal y una bioética feminista.  Todo ello en un marco global en el que la alianza entre capitalismo y lo que Alicia Puleo denomina “patriarcado de consentimiento” alimenta reacciones neomachistas y consolida lo que muy acertadamente Sheila Jeffreys calificó en La herejía lesbiana como “ilusión de la libre elección”.  Un contexto que no podemos ignorar cuando desde las posiciones a favor de este tipo de gestación se alegan la autonomía de las mujeres para decidir sobre su cuerpo o el derecho de los padres y madres que de otra manera no podrían serlo. En relación al primer argumento se obvia que no puede hablarse de autonomía cuando en el planeta las mujeres siguen sufriendo múltiples violencias, partiendo de la estructural y simbólica que las hace más vulnerables frente a las demandas que ampara el mercado. En relación al segundo habría que cuestionar si los deseos han de traducirse literalmente en derechos o si realmente, como mantuvo el Auto del Tribunal Supremo de 2 de febrero de 2015, “el derecho a crear una familia no es ilimitado y no incluye la facultad de establecer lazos de filiación por medios no reconocidos como tales por el ordenamiento jurídico”.

Frente a una autonomía de corte neoliberal – basada por tanto en el individualismo egoísta y posesivo, en la igualdad formal y en “la ley” del mercado”- , la “autonomía relacional” que reivindico desde una dimensión feminista nos obliga a contextualizar las prácticas, a tener presente la dimensión material de la igualdad y a, por tanto, no perder de vista el desigual reparto de bienes y recursos que todavía hoy siguen marcando las subjetividades masculina y femenina. Desde este posicionamiento, parece evidente que, como bien apuntó hace años Carole Pateman, los “vientres de alquiler” vendrían a ser una “forma moderna” del contrato sexual.  Es decir, suponen una mercantilización del cuerpo y de la capacidad reproductiva de las mujeres, un ejemplo más de su cosificación y de su uso para satisfacer los deseos de terceros. Un uso que no es equiparable a la donación de órganos – que se hace para salvar vidas, no para satisfacer una demanda -, ni siquiera a la donación de óvulos o esperma, para las que incluso se prevé compensaciones económicas. No podemos olvidar que en el caso de la gestación por sustitución el contrato se proyecta en todo un proceso que implica no solo factores meramente fisiológicos sino que también comporta energías emotivas y psíquicas. Es decir, la gestación es un proceso vital, un proceso “creativo” de las mujeres que en este tipo de contratos acaban siendo silenciadas porque lo que parece importar más, al menos según la lógica del mercado, son los deseos y las emociones de quienes pagan. De esta manera se produce una evidente instrumentalización de las mujeres y de sus capacidades reproductivas que atenta contra su dignidad, además de la correlativa mercantilización que se produce de los seres humanos gestados de esta manera. La legitimación de este tipo de contratos nos llevaría por ejemplo a plantearnos qué diferencia habría entre un negocio de este tipo y la compraventa de niños y niñas.

Esta consideración feminista, en cuanto que incide en la debida garantía de la humanidad de las mujeres, ha de plantearse en paralelo a la necesaria crítica que habría que hacer al negocio transnacional en que se ha convertido la gestación por sustitución. Un negocio en el que las agencias intermediarias, favorecidas por las nuevas tecnologías, actúan como auténticos proxenetas que contribuyen a subrayar las relaciones de desigualdad presentes en este tipo de contratos. Todo ello por no hablar de cómo de esta manera estamos construyendo un modelo censitario de ciudadanía en el que el acceso a determinados derechos o, mejor dicho, a lo que algunos sectores pretenden considerar como derechos, está vinculado a la capacidad económica de los sujetos.  De ahí por lo tanto que no sea de extrañar que la gestación por sustitución sea avalada por partidos que defienden políticas económicas neoliberales o que determinados lobbies de hombres homosexuales con recursos hayan convertido ésta en una de sus batallas principales.

En definitiva, entiendo que, teniendo en cuenta el contexto global de feminización de la pobreza y la discriminación interseccional que sufren las mujeres en buena parte del planeta, es imposible justificar este tipo de práctica y mucho menos hacerlo desde una ética feminista. Difícilmente es sostenible un contrato en el que el consentimiento de buena parte de las gestantes estaría viciado al insertarse en relaciones claramente asimétricas y, por lo tanto, de desigualdad. Si los derechos humanos, como bien dice Luigi Ferrajoli, han de entenderse como “la ley del más débil”, en este caso el juicio de ponderación debe inclinarse hacia la mayor vulnerabilidad que sufren o pueden sufrir las mujeres en el contexto de un mercado en el que ellas son o pueden ser de nuevo mero cuerpo al servicio de quienes detentan el capital y la propiedad.

Habría por tanto que llegar a un  consenso global sobre este tema de forma que, desde el punto de vista del Derecho Internacional Privado, no existieran “paraísos reproductivos” en los que se gestaran hijos a los que luego cada Estado se vería obligado a reconocer como descendientes de los subrogantes. Es decir, al igual que sucede con violencias estructurales como la trata de mujeres y niñas, de poco servirán las repuestas estatales si carecemos de un marco internacional en el que se persiga la explotación de la capacidad reproductiva de las mujeres. En todo caso, y ante las propuestas que ya se están haciendo en nuestro país y que sin duda llevarán a un próximo debate político sobre el tema, estimo que la única regulación posible es aquella que sea singularmente garantista con los derechos de la gestante. Ello implicaría, entre otras cosas, reconocer su derecho a la interrupción voluntaria del embarazo, su derecho a revisar el consentimiento otorgado (para lo cual debería preverse un tiempo de reflexión después del parto o incluso prever que la firma del contrato no se llevara a cabo hasta después del alumbramiento) o su debida protección en el caso de que los subrogantes renuncien. A estos, al igual que sucede en la adopción, debería hacérseles un riguroso examen de idoneidad.  Todo este proceso debería realizar con intervención judicial para que así se velara por el cumplimiento de todas las garantías y muy especialmente para proteger a las partes más débiles el contrato.  Debería prohibirse la intervención de intermediarios y la realización de este tipo de gestaciones deberían enmarcarse en el ámbito de la Sanidad Pública. Todo ello, además, partiendo del carácter gratuito del contrato, que por tanto dejaría de ser un negocio.

Mucho me temo que una regulación tan garantista como la que planteo reduciría esta práctica a algo meramente anecdótico, salvo que de repente veamos surgir en nuestro país una avalancha de mujeres radicalmente generosas dispuestas a entregar el fruto de su fertilidad a terceros. El problema, sin embargo, seguiría estando presente en un mundo donde la gestación subrogada puede convertirse en una manera más de prorrogar las servidumbres femeninas y en el que el mercado se alía con el patriarcado para insistir en la función de las mujeres como reproductoras de la especie. Difícilmente por tanto desde una óptica feminista, que necesariamente ha de ser transnacional, puede justificarse una práctica que incide en la instrumentalización de las mujeres y de su cuerpo. Aunque solo sea por ser fieles a lo que con tanta rotundidad afirmara Rebbeca West: “solo sé que la gente me define como feminista cuando expreso opiniones que me distinguen de una esclava o de una prostituta”.

Artículo de AGENDA_PÚBLICA